LOS AMANTES DE MARIA ANTONIA


La casta de Antonia fue moldeada en las plazas VIP del continente. Es esbelta y sus piernas son delgadas, como las patas de los insectos. En los días de verano crecido, asiste a la universidad como si paseara por la playa. Mochila cruzada, marcando el relieve de los senos pequeños y sofisticados. Lleva lentes oscuros, gigantes y redondos. Con ellos parece una mosca, perfecta, divina. Esta es una lista de los amantes que ha tenido mi amiga Maria Antonia. Ella la hizo, mientras yo tomaba nota, y con su permiso, la pegué en este sitio.

Did Hammer: Hippie playero que no sabía el acaudalado linaje de Antonia. Cuando se encontraban el tipo no paraba de hablar sobre sus andanzas por las vendimias de Europa y luego la invitaba a follar en Residencias de mala muerte. Pero eso no era lo peor, el pobre echaba un polvo e irremediablemente se quedaba dormido.

Arturo Belano: Poeta cosmopolita, conversador inigualable, ameno y sarcástico. Gozaba en la cama acariciando y volviendo a acariciar, recitando de memoria poemas eróticos en un tono suave. “Era riquísimo dejarse querer del poeta”, dijo Antonia, “pero sus folladas eran de una excentricidad fastidiosa.” Luego de pasar por unas cuantas posiciones, en un total silencio, y sin jadear, el poeta le exigía que se pusiera en cuatro. Al estar a punto de llegar, practicaba el coito interrumpido, o sea, se desconectaba y en un idilio verbal, se hacia una paja, clamando perdón al cielo, llamando al padre eterno y vociferando frases absurdas, gruñendo como un poseso. Luego, al dejarla en esa ridícula posición, el poeta emprendía una desesperada carrera en dirección al escritorio de su alcoba. Desnudo tomaba pluma y cuaderno, se acomodaba en la mesa, y cerraba los ojos para tratar de recordar las palabras dichas en medio del placer. Luego se desbordaba su escritura. Se decía que sus poemas eran post-orgásmicos.

Felipe Quiceno: Exitoso ejecutivo de una prestigiosa compañía de seguros. Siempre bien puesto y ahogándose en una corbata, al yupi no le faltaban los buenos modales, tan corteses siempre, tan detallista y romántico. Educado en Inglaterra, y dueño de una seguridad sin límites, cuando Felipe Quiceno estaba sin la corbata, sin la tarjeta de crédito, sin el reloj suizo, sin la gomina y el pelo revolcado, es decir, en cueros y con el culo al aire, lucía ridículo: flaco y rasuradas las axilas y el peluche púbico. En la cama era un completo inútil. A los dos minutos de estar oscilando se corría en una incontrolable eyaculación que lo dejaba fuera de combate, por lo menos, una hora. Al cabo de ese tiempo la volvía a tener en forma y duraba un poco más, como máximo cinco o siete minutos. Luego de la segunda venida Felipe tenía que esperar casi dos horas para volver a tenerla lista y vigorosa. “Ahora si va durar”, pensaba Antonia. Pero a los cinco minutos de lograr la erección, y aun sin llegar al orgasmo, el chéchere volvía a flaquear y de ese incontrolable sueño no despertaba ya. Felipe Quiceno hablaba duro en las reuniones o en los pasillos, pero cuando se encontraba de casualidad con Antonia en algún centro comercial o en el club, bajaba la cabeza e intentaba no mirarla.

Maestro Rafael: El maestro Rafael andaba de túnica y de sandalias, como un Jesús, pero no como un Jesús Nazareno, sino como un Jesús con los ojos brotados y el rostro surcado por arrugas; con unas barbas largas y desordenadas, al estilo Rasputín. Cobraba a sus seguidores una mensualidad para recibir de sus labios la sabiduría de la madre Divina. El maestro era lector de los más exóticos libros de sexualidad oriental y un experto en sexo tántrico. Además de ser un ferviente defensor de la “técnica de contención”. Una filosofía que versa sobre la voluntad del hombre para no eyacular en el acto sexual. La idea es sublimar la energía, el esperma, para desarrollar otras habilidades espirituales. Además, “la técnica de contención” mejora el desempeño sexual masculino porque evita la eyaculación precoz. Pero el maestro resultó ser un maldito pendejo, que al referirse a esta poderosa energía pronunciaba "energía sesual", sin la equis que concede la verdadera fuerza a la palabra. No era raro que el maestro en vez pronunciar "pues entonces", dijera "pos ento'os", en vez de "caracter" dijera "carater", no pronunciaba "obsesion" sino "osesion" y en vez de pronunciar "para este lado" decía "pan lao de acá". En fin, un montañero miedoso. Aún así Antonia se lo llevó a la cama. Cuando ya estaba desnuda, el maestro no se dejó quitar la túnica. De modo que en bata blanca, sin pantaloncillos, y trepado en la cama, parecía más un enfermo, en un hospital de locos, que un verdadero amante. Además no se le notaba ninguna dureza en la entre-pierna. Lo peor vino después cuando el maestro metió su cabeza entre los muslos de mi amiga, y ella sintió una fastidiosa repulsión hacía el maestro que le frotaba sus barbas contra el pubis. Antonia no soportó el asco y, dándole con la rodilla a la cara del viejo, mandó al maestro y al sexo tántrico a la mierda.

El cabello de Antonia es negro, liso, y largo hasta la cintura. La piel es color melón, su rostro es perfectamente angular y, cuando se acalora, los pómulos toman un rozado más intenso. Para ella, fumar es una ceremonia. Y lo hace con un vaso de té helado negro. Se sienta en una sombrilla del café y cruza la pierna. El ruedo del vestido deja libre la rodilla rotunda y blanca. Las corrientes de aire agitan el jardín. Para fumar empina el codo y tensiona los dedos del cigarrillo. Estira los labios y le propina un beso a la punta del filtro. Inhala. Detiene el aire en los pulmones, como deteniendo también el instante. Y luego exhala con suavidad el humo, mirando al cielo, plácida, y en el cuello se le dibuja una vena azul.

1 comentario:

Anónimo dijo...

buenísimo...