EL PISTOLERO QUICO

Quico nos fue presentado a Ricardo y a mí por el inefable Osvaldito Fernández y yo decidí hacerme amigo suyo aunque en un principio me parecía sumamente peligroso volverme socio de sus actividades. Pero Osvaldito ─quien camuflaba su vocación anarquista y pistolera en el oficio de periodista─ convenció a Quico de atendernos una entrevista.
Estar con Quico a diario me proporcionaba un toque nada desdeñable de adrenalina. En cualquier momento podrías encontrarte en medio de una redada. Y los tombos no tendrían el menor empacho de balear los que estaban alrededor.
Si lo veías por la calle, jamás podrías adivinar que era un asesino buscado por todos los verdes del país. Quico parecía un ingeniero nuclear. Usaba un disfraz perfecto: traje sobrio, anteojos culo de botella, un libro en el brazo, y el fierro bien escondido bajo el saco. Era muy pintón, y tenía una sonrisa seductora y una conversación fluida. Osvaldito, que con valentía le daba cobertura al prófugo, empezó a involucrarme con él. No me hago el ingenuo: finalmente también me tentó la posibilidad de ganarme algún dinero.
Yo estaba noviando con una preciosa y encantadora muchacha llamada Marcela Q. Estaba a punto de graduarse de Administradora de Empresa, le encantaba bailar salsa y era una amante dedicada y paciente. Lo más espectacular era su risa; cada vez que se reía yo me enamoraba más. Sus labios eran perfectos. Nunca se los pintaba y siempre estaban rojos. Con Marcela me encerraba tardes enteras en mi apartamento. Nos dedicábamos a interpretar una serie de roles en juegos que inventábamos. Podía ser el caso de una cieguita que llegaba al hogar ignorando que la esperaba un violador, o un doctor que examinaba con morbo profesional a su paciente, o bien apostábamos a quien danzara más ridículo una bossa-nova , desnudos y con apenas una toalla amarrada en la cintura, y el que perdía debía entregar su boca a las manipulaciones dictatoriales del ganador.
Hoy me mantengo a distancia de Marcela, porque sé que si nos encontramos su risa volverá a cautivarme y me hará sufrir. Porque Marcela está hecha para hacer sufrir a hombres como yo.
En aquellos años, Marcela trabajaba en un laboratorio de disolventes y Quico me comentó un plan para asaltarlo: el día de pago ─la fecha siempre era la misma; si mal no recuerdo el primer lunes del mes─, ni bien llegara del Banco la remesa de dinero Marcela debía salir a la calle con el pretexto de comprar cigarrillos. Si al salir tomaba hacia la derecha quería decir que sí, que estaba la plata y no habría problemas. Si tomaba hacia la izquierda quería decir que había riesgos.
Marcela estuvo de acuerdo con el porcentaje que nos tocaría por entregar la empresa. No era la mosca loca, pero nos llevaríamos algo así como seis millones de pesos de aquella época.
Posteriormente las versiones fueron contradictorias. Según el relato de Marcela, ella salió hacia la derecha; según Quico hacía la izquierda. Pero nunca quedó claro el motivo del fracaso.
Poco después, en una charla informal, excedido de merca, le comenté sobre una agencia de publicidad donde trabajaba un amigo y se movían fortunas. Enseguida me enganchó en el cruce. El plan, como casi todos los planes de Quico, era enredado y confuso. Veinte días antes había asaltado un supermercado, matando un poli y llevándose unos cuatro millones de pesos. En su paranoia persecutoria con los canas, Quico robada casi por reflejo. Y se gastaba la plata rápidamente, aunque nunca supe en qué. La mayor incógnita era por qué no abandonaba el país: tenía los días contados y no podía pasarse la vida fugándose de los tombos.
El día pautado para el golpe, yo debía esperar a él y a su secuaz (nunca supe su nombre) en el parque del Periodista. Pero a último momento me arrepentí y no acudí a la cita. Era un trabajo peligroso y la posibilidad de que mi amigo sospechara de mí como entregador era muy alta.
Me escondí en la casa de mi amiga La Turca, que me dejó la llave mientras ella se iba el fin de semana para Santa Elena. Me encerré en esa casa, que era de planta baja, bajé las persianas y apagué las luces del frente. No estaba solo: me acompañaban (por supuesto sin saber nada del asunto), Marcela, mi amigo Camilo Estrada y Florencia, una mujercita encantadora, de piel trigueña y cara angelical, lo suficientemente adicta como para curtirse un elefante con tal de conseguirse una dosis. Traté de tomar precauciones, porque no sólo Osvaldito conocía la casa sino también Quico, que después de su fuga se hizo amante de La Turca y utilizó la casa durante una semana como aguantadero. La Turca siempre tuvo ese afán de coleccionar pistoleros en su reseña de amantazgos.
Ni siquiera tocaron el timbre. Si bien el romance con la Turca había terminado, Quico conservaba una llave. Estábamos todos tirados en una cama cuando los vimos aparecer. Junto a Quico estaba Osvaldito, que esa noche se comportó canallescamente conmigo, ya que me entregó al peligroso arbitrio del pistolero.
Osvaldito tenía dibujada en el rostro una sonrisa pícara. Quico, en cambio, no dejaba entrever absolutamente nada, como si un viento huracanado hubiera borrado la seducción de sus facciones. Leí el peligro y les dije a mis amigos que me esperaran en la esquina del bar Británico. Sin entender bien lo que pasaba, ellos percibieron el clima tenso y salieron de inmediato.
Osvaldo se sentó y permaneció en silencio.
─¿Qué pasó? ─me preguntó Quico en un tono de voz que indicaba claramente que no se le podía mentir.
─Me arrepentí… Era muy peligroso, Quico… Perdóname.
De inmediato sacó su 9 milímetro, le quitó el seguro y me apoyó el caño entre los labios, sin introducírmelo en la boca, obligándome a penas a besarlo.
─Yo sólo mato policías ─susurró─. No mato gente. Pero a veces hay que hacer una excepción. La cagaste…Yo me juego la vida todos los días, y ni vos ni nadie me puede hacer venir al Centro para verme la cara de güeva…
Tengo grabadas esas palabras como si me las hubiera dicho hace cinco minutos. Luego siguió hablando pero no recuerdo más. Sé que no tuve miedo. Es muy misterioso que un tipo con tan poca solidez emocional como yo no haya sentido miedo. Solo recuerdo que por precaución bajé la vista. No sabía como mirarlo, y cualquier equivocación podría ayudarlo a que apretara el gatillo. Hasta que el amedrentamiento cesó y Osvaldito olisqueó el aire.
─No se cagó. Ni siquiera se tiró un pedo─ dijo.
Quico sonrió:
─Sí. Es valiente el tipo.
Durante cinco minutos hablamos de maricadas, y después se fueron. Recién entonces me bajó el miedo por el cuerpo como un ascensor en caída libre. Me tomé una línea, un largo y pesado trago de whisky, y me fui al bar a buscar a mis amigos.
Una semana después Quico fue baleado por una patrulla de tombos al bajar de un auto en las lomas de Zamora. Alguien muy cercano lo había vendido a la policía. Esa es la proporción del coraje entre policías y ladrones: 15 contra uno.

6 comentarios:

IAI. Federico Delgado dijo...

andres, eso lo escriboste o lo publicaste! me parece muy bacano, ahora ando interesado en este tipo de cuentos o experiencias... le cuento en estos dias.

fede

Anónimo dijo...

Buen cuento, buen tema... pero le falta al remate. Está un poco apresurado. Aleja.

Anónimo dijo...

que chimba...

Anónimo dijo...

La simple afición es denotada. La forma escritural es sumamente básica, lenta, algo insulsa. Definitivamente la ingeniería sí que acaba con el pensamiento amplio sobre el mundo, lo vuelve realmente vano y supérfluo. Es triste ver los otros comentarios.

Anónimo dijo...

que buen cuento... excelente

Anónimo dijo...

Me encanta como escribes, creo que es un gran cuento, además para mi tiene un valor muy especial y vos ya sabes porque..
Un abrazo.