TRES TINTOS

Sentado en una de las mesas plateadas del Tejadito, me había tomado ya tres vasos de café en menos de veinte minutos. Para un tipo como yo, que no es consumidor obsesivo de café, esto es una sobredosis.

Yo esperaba que la cafeína saltara rápido en mi cerebro y espantara de una vez, por todas, ese molesto letargo. Para las horas de la tarde tenía que leer y analizar un documento para la u. Pero con el sueño incontrolable, no sería capaz de concentrarme en un mamotreto de fotocopias. De haberme clavado en un cubículo de la biblioteca, en menos de cinco minutos quedaría doblado y dormido, encima de las hojas.

La razón de mi somnolencia se debía al tremendo madrugón de esa mañana. A las cuatro y media sonó el reloj despertador, cuando todavía estaba oscuro. Levantarse a esta hora es un verdadero sacrificio. El rango del día, que va desde las tres hasta la seis de la mañana, alberga las más fascinantes horas de sueño. De manera que bañarme en la madrugada me dejó completamente exhausto.

Nadie debería madrugar... si lo que se busca es la salud mental y física.

Aún así, yo lo hice a causa de matricular un curso, ¡qué tontería!, a las 6 AM, de “Agenda Económica”. Una materia que suena interesante, pero el soquete que la dicta no tiene ni la menor idea de cómo cautivar a un auditorio. Este profesor se comporta como si nosotros, sus alumnos, tuviéramos la obligación de aguantarlo. El profesor no cae en cuenta que nosotros le hemos pagado y por lo tanto, somos sus clientes y como tales, somos los que mandamos.

Cuando llegué al salón de clase me senté en una silla tapizada y el profesor comenzó su tema. Yo estaba allí, metido en mi chaqueta caliente, rodeado por compañeros madrugadores con el pelo recién bañado y mojado. Intenté concentrarme en el tema que se dictaba pero, al letargo que ya traía desde la casa, se sumó el sonsonete adormecedor del profesor.

Si el profe se hubiera robado mi atención no tendría por qué contar esto. En el primer cuarto de hora caí en un sopor terrible, pero aún no estaba ausente del todo. Intentaba mantener los ojos abiertos pero una fuerza endemoniada me vencía y me obligaba a cerrarlos. Y yo con obstinaciónm que ahora me asombra, volvía a abrirlos. Pero muy pronto era vencido. En ese momento, con toda seguridad, yo blanqueaba los ojos, con la pupila abierta, como un epiléptico. Ese estado es un mierdajo, es una tortura. Con un poder intransigente, el duende malicioso y arbitrario que gobierna el sueño, me obligó a dejar caer la cabeza y quedar completamente dormido.

Yo me había levantado a las 4:30 am, pero a las 8am aún no había despertado.

Ahora en el Tejadito estaba haciendo un esfuerzo horrible por quedarme despierto y, maldita sea, tenía que irme a leer.